LA GLORIA DEL PESEBRE



Para muchas personas, la navidad se ha convertido en un tiempo de pensar en Jesucristo solo como un bebé en un pesebre. De manera consciente o inconsciente, el enfoque mental de la gente se ha quedado estacionado en la ternura natural que despierta un recién nacido, más aún en las circunstancias de extrema austeridad, que indudablemente generan una emoción romántica, casi idílica, como salida de la imaginación de aquellos cuentos clásicos de Walt Disney de los años cuarenta. Es cierto que la atmósfera y el escenario del nacimiento de Cristo efectivamente reúne las características antes mencionadas, sin embargo, como cristiano y tomándole la palabra a la absoluta libertad que me ofrecen los amigos de Takana Social Media Marketing, no puedo permanecer callado y dejar de decir algunas cosas sobre la navidad que van más allá de lo que aparenta o de lo que la humanidad percibe desde la comodidad de un balcón construido de emociones, no así de convicciones. Las cosas claras y el chocolate espeso (inmejorable época para este dicho popular); la verdad central y contundente de la historia de la navidad es que ese niñito que contemplamos en el pesebre es Dios.

Estaremos de acuerdo en reconocer que el nacimiento de Jesús fue un acontecimiento singular, y creo que la esencia de esa singularidad consiste en que Él no existió a partir de su alumbramiento. El existía desde antes de nacer en el pesebre. La condición de individuo, el carácter y la personalidad de Jesús de Nazaret existían antes de que el niño de Belén naciera. Desde siempre antes, y hasta siempre después del “primer nacimiento” Jesús era y será Dios. El término teológico exacto y más correcto para describir este misterio no es precisamente nacimiento, sino encarnación. La persona, no el cuerpo, sino la singularidad esencial de la persona de Jesús existía antes de que Él se encarnara como hombre. Su nacimiento no fue el origen de una nueva persona, sino la venida al mundo de una persona que ya era desde la eternidad. Los primeros versículos del capítulo 1 del Evangelio de Juan dan cuenta de la innegable deidad de Cristo: “En el principio era el Verbo (Jesús), y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (Juan1:1).  Todas las cosas en Cristo, por Cristo y para Cristo fueron creadas, y sin Él, nada de lo creado existiría. Pues bien, en la soberana providencia de Dios el Padre, un día, ese verbo, ése que sería el Cristo (mesías) se encarnaría y habitaría entre los hombres: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14). De esto se trata la navidad. Cualquier otro significado o dimensión que la sociedad quiera darle será un claro desenfoque de su esencia.


Parafraseando un momento al cantautor cubano Silvio Rodríguez, podemos decir que: “el fin de año huele a compras enhorabuenas y postales”. Todos parecen ponerse de acuerdo en que diciembre es el mes de sonreír, abrazar, pero sobre todo es el mes de comprar. Muy lejos ha quedado la humildad del pesebre, y ni que decir del misterioso milagro que él encierra. Y es que más allá de la humildad material de nacer en un establo rodeado de animales, negado de ser recibido en posada alguna, la magnificencia de la humildad de Cristo radica en que siendo Dios, absolutamente Dios, se hizo hombre. El Dios creador, el Dios de toda gloria, decidió hacerse carne y hueso, padecer hambre y sed, cansancio, fatiga, y dolor. El eterno optó por encarnar y pisar el polvo de la tierra por 33 años. El Todopoderoso se humilló hasta lo sumo haciéndose carne y hueso como tú y como yo. Por si esto fuera poco, se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz, como morían los más despreciables delincuentes de aquellos años. La pregunta obvia es ¿por qué?. La respuesta es corta, sencilla y contundente: por amor. Cristo encarnó para morir. Dios hecho hombre vino a pagar una deuda que yo no podía pagar, y tú tampoco. La deuda del pecado no es posible cancelar con sacrificios humanos, con obras de buena voluntad o con la observancia fiel de alguna religión. El precio del pecado exigía un sacrificio perfecto, puro, y sin mancha. Cristo fue el precio, su sangre derramada fue el precio; para eso encarnó Jesús, he ahí el significado real y la trascendencia de lo que recordamos en navidad, he ahí, amigos míos; la gloria del pesebre.


Escrito por: www.facebook.com/joseenrique.acostabasurco  



 

 

 

 



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